sábado, 18 de diciembre de 2010

Nanas de la Cebolla - Miguel Hernandez




Poema dedicado a su hijo cuando recibió una carta de su mujer, en la que decía que no comían otra cosa más que pan y cebolla.



La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla, 
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
Desperté de ser niño: 
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla, 
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


Miguel Hernandez


lunes, 22 de noviembre de 2010

La Tortuga - Leo Maslíah

Salí a caminar porque me sentía solo y el tedio me abrumaba. Afuera el sol resplandecía. Las nubes también pero más oscuros. Llegué al parque y me llené los bronquios de aire pura. Los ojos de los árboles se movían a impulso de una brisa fresca y delicado que hacía tintinear además los esqueletos de algunos insectos muertas contra fragmentos de botellas rotos. Me acerqué al lago y vi que una tortuga trataba de avanzar por el barro pugnando por llegar hasta el agua. No la dejé. Su caparazón era duro y su semblante inteligente y serena. Me la llevé para casa, a fin de paliar mi soledad. Cuando llegamos la puse en la bañera y me fui a buscar en la biblioteca un libro de cuentas para leerle. Ella escuchó atento, interrumpiéndome de vez en cuando para pedirme que repitiera alguna frase que le hubiese parecido especialmente hermoso. Luego me dio a entender que tenía hombre y ya me fui nuevamente al lago a buscar alga que le resultara apetecible. Recogí pasto y una planta de ojos verdes oscuras. También junté algún hormiga, por si acaso. De nuevo en casa, fui a llevar las cosas al baño, pero el tortuga no estaba allí. Lo busqué por todas partes, en el ropero, la refrigeradora, entre los sábanos, alfombras, vajillo, estantes, pero no hubo casa, no lo encontré. Entonces me vinieron deseos de ir al baño y los hice, pero cuando tirábamos la cadena comprobaste que el inodoro estaba tapada. Se les ocurrió entonces que the tortuga podía haberse metida allí. ¿Cómo rescatarlos? Salí de casa y caminé hasta encontrar una alcantarilla. Levantéi la tapa y me metisteis ahí. No habían luces. Caminéi. Los pies se me mojarán. Una rata morderói. Yo seguéi. "¡Tortuguéi, tortuguéi!", gritéi. Nodie contestoy. Avancex. Olor del agua no ser como la del lago. "¡Tortugúy, vini morf papit!", insistiti. Ningún resultoti. Expedición fútil.
Salí del cantarillo y en casa me limpí y me preparó cafés. Lo tomés a sorbo corta, mirondo televicián. En sópito ¿qué vemos in pantalla? Tortugot. "¿Cómo foi a parar alá?", le preguntete. Y ella dijome ofri con dichosa contestaçao: "No por Allah: Budapest. Corolarius mediambienst cardinal e input fosforest". A la que je la contesté "bon, but mut canalis et adeus, Manuelita".
"¡Nai, nai!", dictio tort, "eu program mostaza interesting".
"Demostric", pidulare.
Tons turtug bailó, candó, concertare, crobacía y magiares, asta que yo poli me zzz.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Los Pájaros - Eduardo Galeano

Los presos políticos uruguayos no podían hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otros presos. Tampoco podían dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros. Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso, recibió un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La niña le traía un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompieron a la entrada de la cárcel. Al domingo siguiente Milay le trajo un dibujo de árboles. Los árboles no estaban prohibidos. Didaskó le alabó la obra y le preguntó por los circulitos que aparecen en la copa de los árboles. Muchos pequeños círculos entre las ramas. "¿Son naranjas? ¿Qué fruta son?" La niña le hace callar: "Shhhh". Y en secreto le explica: "Bobo, ¿no ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas".

Eduardo Galeano

lunes, 8 de noviembre de 2010

Fragmento de "El lugar" de Mario Levrero.


En la oscuridad total, mis ojos buscaron una referencia y se volvieron a cerrar, sin haber encontrado las rayas horizontales, paralelas, que habitualmente dibujaba la luz eléctrica de la calle, o el sol, al filtrarse por entre las tablillas de la persiana. No me podía despertar; y aunque no recuerdo ninguna imagen, ningún sueño, pienso en mí mismo, ahora, como en un ser que vagaba sin rumbo, con los brazos colgando flojos, sepultado en el fondo de una materia densa y oscura, sin ansiedad, sin identidad, sin pensamientos.
Mucho más tarde, la orden de despertar; y el ser comenzaba a moverse con un asomo de inquietud, como si buscara una salida que no conocía o que no recordaba.
La orden se hacía más apremiante, y con ella la comprensión de la necesidad imperiosa de salir; y hallaba el camino, hacia arriba, hacia una anhelada superficie. La materia tenía varias capas, que se hacían menos densas a medida que ascendía, y la velocidad de mi ascenso se aceleraba progresivamente. Me proyectaba en forma oblicua hacia la superficie; y, por fin, como un nadador que saca la cabeza fuera del agua y respira una ansiosa bocanada de aire, desperté con un profundo suspiro.
Fue entonces cuando mis ojos se abrieron y, desconcertados, volvieron a cerrarse. Mi sueño se hizo luego más liviano, hasta que volví a despertar, con una lucidez mayor.
Advertí varias cosas: que hacía frío, que ese lugar no era mi dormitorio, que estaba acostado sobre un piso de madera sin colchón ni cobijas, en una oscuridad total; y que tenía puesta la ropa de calle.
La lucha contra la pereza fue en esta ocasión necesariamente más breve que de costumbre; la incomodidad del piso desnudo no lo permitía. Me incorporé, gruñendo malhumorado, y mi queja fue acompañada por crujidos de las articulaciones. Me froté brazos y piernas y tosí; los bronquios silbaban al respirar el aire húmedo, y me dolía la garganta.
Mientras buscaba a tientas algún elemento conocido, se me plantearon las preguntas de rigor: dónde estaba, cómo había llegado allí. En realidad esta segunda pregunta tardó un poco más en formularse; aún no había aceptado el hecho de hallarme en un lugar no previsto, y forzaba la memoria, buscando entre las últimas imágenes de mi vigilia, con la certeza de que pronto todo habría de ajustarse con una explicación sencilla: la borrachera en una fiesta, la tormenta que me había sorprendido, en una casa ajena, la aventura inusual que me había llevado a dormir fuera de casa. Alguna vez, aunque no con frecuencia, me había sucedido despertar sin comprender dónde me hallaba; pero era suficiente reconocer la moldura del respaldo de la cama, o el color de una cortina, para hacerme enseguida una composición de lugar, para despertar súbitamente toda la memoria última. En este caso no había-ningún elemento desencadenante, y la misma carencia de elementos no tenía para mí ninguna significación.
Mi memoria se había detenido, empecinada, en un hecho trivial; y se negaba a ir más allá: una tarde soleada, otoñal, y yo que cruzaba la calle en dirección a una parada de ómnibus; había comprado cigarrillos en un kiosco, y daba algunas pitadas al último de un paquete que acababa de tirar a la calle hecho una bola; llegaba a la esquina y me recostaba contra una pared gris. Había otras personas, dos o tres, esperando también el ómnibus. Pensaba que esa noche Ana y yo iríamos al cine. En este punto se detenían los recuerdos.
Mis manos encontraron ahora una pared, y pegado a ella comencé a recorrer lentamente la habitación buscando una ventana o una llave de luz. Era una pared áspera, pintada quizá a la cal.
Llegué a un rincón sin haber hallado nada; seguí mi búsqueda a lo largo de la nueva pared, y luego de cierto trecho mis dedos reconocieron el marco de madera de una puerta, luego la puerta misma, y finalmente su picaporte.
No intenté abrir de inmediato; me tranquilizó saber que había una salida, pero se me creó la inquietud de no saber si era procedente que yo la utilizara; pensaba en gente durmiendo, o en alguna actividad que mi presencia pudiera molestar; o que, por algún motivo, no me conviniera ser visto allí: apelé de nuevo a la memoria, pero no obtuve el menor indicio de dónde estaba, ni de por qué estaba allí. Me sentí al borde de un ataque de nerviosa Traté de controlarme. Tal vez podría haber resistido un tiempo más, permitiéndome seguir rebuscando en la memoria; pero tenía necesidades físicas urgentes: hambre, frío, ganas de orinar, y mis huesos necesitaban reposar sobre algo blando. También tenía ganas de fumar, y el paquete, presumiblemente el mismo comprado en el kiosco, estaba intacto en el bolsillo del saco; lo abrí y saqué un cigarrillo que llevé a los labios, pero luego me fue imposible encontrar el encendedor. Bruscamente tomé el picaporte y lo hice girar; en primer término empujé la hoja de la puerta hacia afuera, luego tiré de ella hacia mí, pero en ninguno de los casos obtuve resultados.
Acerqué un ojo a la cerradura; no logré ver nada. Comencé a sentir un miedo muy intenso. Probé nuevamente el picaporte, sacudí la puerta. La golpeé con los puños y con los pies; no sucedió nada.
Escuché cómo, fuera de mi voluntad, un sonido quejoso escapaba de mi garganta. Con los puños y la mandíbula apretados, y un temblor que me recorría el cuerpo, proseguí entonces mi recorrido, adosado a la pared, arrastrando los pies, extendiendo los brazos.
Llegué a otro rincón y la nueva pared se presentó al tacto de mis dedos tan desnuda como el resto conocido de la pieza.
Mi memoria seguía trabajando por su cuenta; me presentó más detalles de su último registro; la cara del hombre del kiosco, sus bigotes caídos, su mirada azul aguachenta; un árbol próximo a la esquina, con brillos dorados en las hojas secas, y la hoja que caía, recién desprendida de la rama, mientras yo cruzaba la calle; el número exacto de, las personas que esperaban el ómnibus en la parada: eran tres, dos mujeres (una con tapado marrón, la otra con saco rojo, ambas de espaldas) y un hombre pequeño, recostado contra el árbol, un pie apoyado en el suelo y el otro en el árbol.
Llegué a un nuevo rincón de la pieza y muy cerca de él, al parecer enfrente de la otra, hallé una nueva puerta. Las manos me temblaban al hacer girar el pomo: empujé la hoja y esta vez sí, la puerta se abrió.
Me encontré ante una nueva oscuridad.

When you are smiling - Mario Benedetti



When you are smiling
ocurre que tu sonrisa es la sobreviviente
la estela que en ti dejo el futuro
la memoria del horror y la esperanza
la huella de tus pasos en el mar
el sabor de la piel y su tristeza
When you are smiling
the whole world
que también vela por su amargura
smiles whith you.

Mario Benedetti

viernes, 15 de octubre de 2010

"Sin señal de vida" de Jorge Teillier.

¿Para qué dar señales de vida?
Apenas podría enviarte con el mozo
un mensaje en una servilleta.

Aunque no estés aquí.
Aunque estés a años sombra de distancia
te amo de repente
a las tres de la tarde,
la hora en que los locos
sueñan con ser espantapájaros vestidos de marineros
espantando nubes en los trigales.

No sé si recordarte
es un acto de desesperación o elegancia
en un mundo donde al fin
el único sacramento ha llegado a ser el suicidio.

Tal vez habría que cambiar la palanca del cruce
para que se descarrilen los trenes.
Hacer el amor
en el único Hotel del pueblo
para oír rechinar los molinos de agua
e interrumpir la siesta del teniente de carabineros
y del oficial del Registro Civil.

Si caigo preso por ebriedad o toque de queda
hazme señas de sol con tu espejo de mano
frente al cual te empolvas
como mis compañeras de tiempo de Liceo.

Y no te entretengas
en enseñarle palabras feas a los choroyes.
Enséñales sólo a decir Papá o Centro de Madres.
Acuérdate que estamos en un tiempo donde se habla en voz baja,
y sorber la sopa un día de Banquete de Gala
significa soñar en voz alta.

Qué hermoso es el tiempo de la austeridad.
Las esposas cantan felices
mientras zurcen el terno único
del marido cesante.

Ya nunca más correrá sangre por las calles.
Los roedores están comiendo nuestro queso
en nombre de un futuro
donde todas las cacerolas
estarán rebosantes de sopa,
y los camiones vacilarán bajo el peso del alba.

Aprende a portarte bien
en un país donde la delación será una virtud.
Aprende a viajar en globo
y lanza por la borda todo tu lastre:
los discos de Joan Báez, Bob Dylan, Los Quilapayún,
aprende de memoria los Quincheros y el 7° de Línea.
Olvida las enseñanzas del Niño de Chocolate, Gurdgieff
o el Grupo Arica,
quema la autobiografía de Trotzki o la de Freud
o los 20 Poemas de Amor en edición firmada y numerada
por el autor.

Acuérdate que no me gustan las artesanías
ni dormir en una carpa en la playa.
Y nunca te hubiese querido más
que a los suplementos deportivos de los lunes.

Y no sigas pensando en los atardeceres en los bosques.
En mi provincia prohibieron hasta el paso de los gitanos.

Y ahora
voy a pedir otro jarrito de chicha con naranja
y tú
mejor enciérrate en un convento.
Estoy leyendo El Grito de Guerra del Ejército de Salvación.
Dicen que la sífilis de nuevo será incurable
y que nuestros hijos pueden soñar en ser economistas
o dictadores.

martes, 12 de octubre de 2010

Fernando Pessoa - "La carretera de Sintra"


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
Al claro de luna y al sueño, en la carretera desierta,
Solitario manejo, manejo casi despacio, y un poco
Me parece, o me esfuerzo un poco para que me parezca,
Que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
Que sigo sin haber dejado Lisboa, aún sin tener Sintra
Que sigo, ¿y qué más habrá en seguir sino parar pero seguir?

Voy a pasar la noche en Sintra por no poder pasarla en Lisboa,
Pero, cuando llegue a Sintra, tendré la pena de no haberme quedado en Lisboa
Siempre esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia,
Siempre, siempre, siempre,
Esta angustia excesiva del espíritu por ninguna cosa,
En la carretera de Sintra, o en la carretera del sueño, o en la carretera de la vida...

Maleable a mis movimientos subconscientes del volante,
Abajo salta conmigo el automóvil que me prestaron.
Me sonrío del símbolo, de pensar en él, y al doblar a la derecha.
¡En cuántas cosas que me prestaron yo sigo en el mundo!
¡Cuántas cosas que me prestaron manejo como mías!
¡Cuánto que me prestaron, ay de mí, soy yo mismo!

A la izquierda la casucha -sí, la casucha- A la vera del camino.
A la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.
El automóvil, que hace poco parecía darme libertad,
Es ahora una cosa donde estoy encerrado,
Que puedo conducirlo sólo si estoy encerrado en él,
Que domino sólo si me incluyo en él, si él me incluye.

A la izquierda allá hacia atrás, la casucha modesta, más que modesta.
La vida allí debe ser feliz, sólo porque no es la mía.
Si alguien me vio desde la ventana de la casucha soñará: aquel sí que es feliz.
Tal vez al niño que espiaba por los vidrios de la ventana del piso superior,

Quedé (con el automóvil prestado) como un sueño, un hada real.
Tal vez a la muchacha que miró, oyendo el motor por la ventana de la cocina en la planta baja.
Soy algo del príncipe de todo corazón de muchacha,
Y ella me mira de reojo, por los vidrios hasta la curva en que me pierda.
Dejaré sueños atrás de mí, ¿o es el automóvil el que los deja?

Yo, conductor del automóvil prestado, o ¿el automóvil prestado que conduzco?

En el camino de Sintra al claro de luna, en la tristeza, ante los campos y la noche,
Manejando el Chevrolet prestado desconsoladamente,
Me pierdo en la carretera futura, desparezco en la distancia que alcanzo,
Y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible,
Acelero...
Pero mi corazón quedó en el montón de piedras que esquivé al verlo sin verlo,
A la puerta de la casucha,
Mi corazón vacío,
Mi corazón insatisfecho, mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida.

En la carretera de Sintra, cerca de la medianoche, al claro de luna, al volante,
En la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación,
En la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,
En la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí...